Crítica de 'La Isla Mínima', fantasmas entre los muertos

LA GANADORA DE LOS GOYA A ANÁLISIS

Crítica de 'La Isla Mínima', fantasmas entre los muertos

Crítica de 'La Isla Mínima', el crimen sin resolver

Gran ganadora de los premios Goya 2015, 'La Isla Mínima' de Alberto Rodríguez y Rafael Cobos es mucho más que un thriller con una ambientación atractiva. Si ya en 'Grupo 7' el director sevillano había dejado claro que estábamos ante uno de los cineastas mas prometedores de su generación, su viaje a las marismas del Guadalquivir para resolver el macabro asesinato de dos niñas supone su consagración, a través de una intriga policial que esconde un incisivo retrato sobre el pasado reciente de nuestro país.

Plasmadas a través de la penetrante fotografía digital de Álex Catalán, que contribuye a crear una asfixiante atmósfera en la que la calurosa humedad de Doñana parece palparse a través de la pantalla. Un paraje en el que la salvaje e imperturbable naturaleza se une en simbiosis con núcleos de población dispersos en los que conviven las más irreductibles tradiciones del sur de Andalucía con los sueños de la nueva España de una todavía joven democracia. Infinitas bandadas de flamencos surcando los cielos sobre bosques de cañas, que parecen amenazar con engullir las diminutas casa rústicas mientras sus habitantes intentan tocar un espejismo de progreso con las yemas de sus dedos.

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El escenario como un personaje más por el que se ven abducidos los detectives interpretados por Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez, reflejos de las dos caras de una misma España -la nueva y constitucional que trataba de hacer valer el fin de la dictadura, frente a la vieja tratando de camuflarse para sobrevivir a los vientos del cambio- quienes llegan a la región para resolver la misteriosa desaparición de las hijas del barquero. Ambientada a principios de los ochenta, la película de Alberto Rodríguez construye una madeja que se complica pista tras pista, mientras los protagonistas se ven afectados sin ser conscientes por la investigación.

Abordando diferentes cuestiones sociales nuestras de ayer y siempre, ente el caciquismo y el legado de Franco negándose a desaparecer, el furtiveo y otras picarescas afincadas entre la población más castigada como medio para sobrevivir o los primeros lances de la prensa del papel maché, 'La Isla Mínima' ofrece un retrato de una España todavía cercana y fácilmente reconocible, en el que es imposible no ver la sombra del crimen de Alcàsser.

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La gran ganadora de los premios Goya 2015 funciona como una máquina perfectamente engrasada, en la que todas las piezas encajan como un único todo, y no hay ninguna que sobresalga sobre las otras. Pero como decíamos más arriba, el film esconde mucho más de lo que parece, y el primer error que se puede cometer al verla es dejarse mecer plácidamente por la corriente de sus largos y silenciosos planos del paisaje marismeño y su cicateras dosis de información, para que el embeleso por sus espectacular factura técnica nos acabe haciendo el lío.

En otras palabra, 'La Isla Mínima' es un maquiavélico juego por parte de Rodríguez y Cobos a costa del espectador, el cual requiere toda nuestra atención, si no queremos terminar el visionado sonriendo como pazguatos hasta darnos cuenta de que nos hemos quedado sin cartera, chica, llaves del coche y pantalones. Un thriller atmósferico como pantalla desde la que aproximarse a los más oscuros monstruos de una etapa crucial de nuestra historia, muy en la línea de lo que puede verse en 'Zodiac' de David Fincher y 'True Detective' de Nic Pizzolatto, o 'Twin Peaks' de David Lynch y 'From Hell' de Alan Moore si queréis tirar de precedentes con todavía más lustre.

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Pero si lo que os interesa a estas alturas es hablar del final de 'La Isla Mínima', ya que el propio Rodríguez lo dejó de forma entreabierta para que sean los espectadores los que extraigan sus propias conclusiones, entramos en territorio de SPOILERS con un teoría con nuestro clásico ¿de que va 'La Isla Mínima'? Como ocurriera con los dos payasos de 'Balada Triste de Trompeta' de Álex de la Iglesia, los policías interpretados por Árevalo y Gutiérrez son la representación de dos Españas como indicábamos más arriba.

La España idealista que acababa de abrazar la Constitución y se adentraba en la democracia con el brío de la juventud y promesa de cambio, frente a la España vieja y agotada que perpetró la mayor estafa del siglo XX adhiriéndose al viejo lema de “Si no puedes vencerlos, únete a ellos”. Pero debajo de la piel de cordero, las sonrisas amplias y los apretones de mano celebrando que ahora creíamos todos en la democracia, aquella España seguía siendo la misma de siempre. La del cortijo del amo y sus guardeses que ante la orden de “Salta” no tenían más respuesta que “¿Cómo de alto?” y al “Mata”, “¿A cuantos?”.

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El contraste Arévalo y Gutiérrrez queda presente desde el momento en el que entran en la habitación del hotel y Árevalo guarda el crucifijo con el rostro en el cajón de la mesita mientras Gutiérrez se limita a sonreír como el soldado de la vieja guardia que acepta la derrota y el cambio, es el punto de partida desde el que comienza a dibujarse el devenir que tendrán sus personajes a lo largo del film. El fantasma del franquismo continúa escondido en los rincones más lejanos, como una vieja maldición aguardando su momento para volver desde la tumba.

Todo, mientras los detectives continúan profundizando en su investigación, a la vez que Arévalo descubre pistas sobre el turbio pasado de su compañero y se va viendo seducido por los métodos de “otros tiempos” de su compañero ante la imposibilidad de resolver el caso. Todo el idealismo del personaje de Arévalo, su disgusto frente a las actitudes machistas, violentas o que vayan en contra de lo que simboliza la democracia, se tambalea cuando las cosas se ponen difíciles. Estamos en una Constitución todavía joven, en la que la tentación de volver a las antiguas prácticas está muy viva.

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A esto hay que añadir ese momento en el que Arévalo le pregunta a Gutiérrez si nunca duerme, porque mientras el descansa tras una larga jornada de trabajo su compañero parece seguir trabajando sin nunca pegar ojo. Mientras la democracia duerme, la sombra del antiguo regimen continúa trabajando... a su estilo.

Y aquí llegamos al final, en el que tras encontrar al violador fugado y asesino de las niñas, Gutiérrez salva a su compañero, matando al criminal y resolviendo el caso. La última víctima ha sido salvada, el macabro asesino ha muerto y ya no continuará atemorizando al pueblo y ambos pueden celebrarlo con Arévalo recibiendo las medallas como un héroe, mientras Gutiérrez se queda en un segundo plano para no levantar demasiadas suspicacias por su oscuro pasado. Todos contentos, y a celebrarlo. Fin.

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O eso es lo que nos quiere hacer creer hasta que nos damos cuenta que, como a Arévalo, Gutiérrez nos la ha jugado y nos acaban de vender la gran mentira. Una gran mentira cuyos hilo deberíamos ser capaces de ver cuando el reportero le entrega a Arévalo las fotos, una con la imagen distorsionada del asesino que ya no importa -je- porque este ha sido atrapado, y otra que tira abajo todo lo que Gutiérrez cuenta a su compañero sobre el caso en el que se vio envuelto mientras trabajaba para la guardia de Franco.

Este es el momento que nos debe hacer dudar de la información que se nos ha transmitido a través del personaje de Gutiérrez, que se desmoronará como un castillo de naipes cuando caigamos en la cuenta que nada de lo que investiga por su cuenta llega a resolverse. Es imposible que el guardés al que inculpan de los asesinatos fuera el mismo que violó a Marina y al resto de las niñas, porque fue él quien golpeo a Gutiérrez con el fusil mientras este vigilaba la casona en la que se estaba cometiendo el crimen. Eso, por no hablar de que ni tenía reloj, ni tenía las manos suaves ni olía a perfume.

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Pero hay otra cosa más que cabría preguntarse: ¿Por qué Gutiérrez mata al guardés, si lo sorprende por la espalda mientras tiene a su compañero y fácilmente podría haberlo reducido para llevarlo a comisaría? Fácil. Para que no hable. Para que la verdad se pierda con su cuerpo entre las turbias aguas de las marismas, y tengan alguien a quien culpar de los crímenes sin que salpique a nadie más. Una resolución limpia y sin aristas con la que puedan ofrecerle al pueblo el cadáver de un monstruo, para que vuelvan a dormir tranquilamente en sus casas.

Todo mientras el pez más gordo del estanque, el terrateniente que luce el reloj en su muñeca, a quien Gutiérrez reconoce como el criminal cuya estampa encaja con la que vio mientras merodeaba alrededor de la casona, y cuyo perfume y suaves manos identifica al presentarse a él escapa sin verse implicado, para podre continuar con su atroz apetito por la carne joven.

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¿Por qué le encubre Gutiérrez? Porque es su trabajo. El mismo que desempeñaba cuando trabajaba a las órdenes del gobierno de Franco y que vuelve a repetir este caso. No el de descubrir al verdadero culpable y llevarlo esposado ante la justicia, sino asegurarse de mantener a salvo al sistema para que el terrateniente pueda seguir ofreciendo su trabajo a los jornaleros, y el sol continúe saliendo como cada día en las marismas. ¿Las niñas? Un “mal menor” para que los dueños del cortijo puedan satisfacer sus extravagantes apetitos, mientras se ajusticia al perro de presa que se pasó de la raya y fue lo suficientemente torpe para que encontraran su rastro. El muerto será a quien se le culpe de todo para que los padres puedan dormir tranquilos.

La conciencia del pueblo descansa, el demócrata puede lucir heroicamente su medalla sin ser consciente de que se la han jugado, y el detective de la vieja guardia -para quien perversamente el director ha elegido un actor que, no solo es clavado al joven Franco, sino que además también es originario de El Ferrol- vuelve a introducirse silencioso y vigilante entre las sombras, mientras la verdad yace putrefacta en una fosa.

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Un macabro y desolador “final feliz” que usa el crimen a la vista como mero espejo para dejar en evidencia los antiguos males continúan anidando entre nosotros, y como vuelven a aflorar en cuanto bajamos la guardia. 

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