San Valentín es cosa de Dos: Persiguiendo a Amy y Eyes Wide Shut

LOS RETOS DE LA VIDA EN PAREJA

San Valentín es cosa de Dos: Persiguiendo a Amy y Eyes Wide Shut

Continuamos nuestro especial de películas para San Valentín para ver en pareja (o no) con una doble sesión formada por dos películas que, a pesar de sus diferencias, tienen ciertos rasgos en común: Persiguiendo a Amy y Eyes Wide Shut. En el caso de la película de Kevin Smith nos encontramos con una obra con un tono desenfadado, geek y algo gamberro, mientras que la de Stanley Kubrick es todo lo contrario. Una historia que solo se entiende dentro del marco de una alta burguesía deslumbrada por el brillo de un lujo que les impide ver su propia decadencia.

Pero a pesar de la porosa intelectualidad de una y el desenfado de la sabiduría de certámenes de cómics y hamburguerserías de las otras, ambas comparten una aguda mirada en torno a las dificultades que conlleva la vida de pareja y -sobre todo- para congeniar la imagen idealizada de la persona con la que compartimos nuestra vida con la que en realidad es. Ambas se abordan desde un punto de vista falocéntrico, con esa indefensión a la que se ve avocado el hombre cuando se enfrenta a que la mujer con la que vive no es solo su pareja, sino una persona completa con pensamiento y pasiones propias más allá de la extensión de si mismo.

En el caso Persiguiendo a Amy, el descubrimiento de un sórdido episodio del pasado del personaje interpretado por Joey Adams provoca que Ben Affleck vea como se desmoronan sus esquemas al descubrir que el guión de su historia de amor no es exactamente como creía en su cabeza. La enseñanza de Bob el Silencioso sobre la busqueda de ese ideal imposible formado en torno a la chica que dejamos escapar y que perseguiremos en todas y cada una de nuestras relaciones recalca este aspecto que tan ingeniosamente explora la película.

En su caso, Stanley Kubrick se introdujo de lleno en las interioridades del matrimonio Kidman-Cruise, convirtiéndolos en los protagonistas del Relato Soñado de Arthur Schnitzler. Como en la anterior, una confesión por parte del personaje de la australiana hace que toda la imagen que había creado Cruise en torno a su apacible vida se venga abajo como un castillo de naipes: Su esposa no es la servil y siempre fiel madre de sus hijos, sino una mujer completa con todo que eso implica (que no son sino las mismas tentaciones y debilidades a las que él, como hombre, se enfrenta a diario).

Incapaz de hacer frente al fantasma de los celos, Cruise se embarca en un viaje por el lado salvaje de la gran manzana. Un lado salvaje que ruge mientras nosotros dormimos y en el que nuestras mujeres, hijas, madres y hermanas se convierten en depredadoras en un cortejo de apareamiento más viejo que nuestra propia especie. La última frase la cinta, tirando por tierra toda las neuras que Cruise construye en su cabeza con una contundencia demoledora, podría considerarse como uno de los finales más brillantes de la filmografía del directora así como una agudísima radiografía de la vida de pareja.

Pudiendo aplicarse a cualquier tipo de género, ambas películas desmienten la idea de que relación equivale a poseción (así como ese idealismo de la pareja inquebrantable capaz de sobreponerse mágicamente a todos los retos a los que se enfrenta). No somos almas predestinadas a adquirir a una persona como si fuera un lienzo para pintar sobre ella ese ideal con el que queremos pasar el resto de nuestra vida, sino gente que se encuentra en el camino y que decide pasar sus días juntos. O al menos, hasta que las circunstancias nos hagan desviarnos por distintos caminos.

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